· 

Elio Perlman y la esencia de la noche

Creo que lo llaman «entrar en la zona». Esa es la traducción que da Dayo en este vídeo a un término que apareció en Edge para denotar el estado de trance en que el jugador deja de ser plenamente consciente y actúa casi por instinto. Y actúa muy bien. No juego a Street Fighter, pero he entrado en «la zona» en muchas carreras de Mario Kart 8. Empiezo tarareando el tema de Wario Stadium o Yoshi Circuit y, de pronto, paso a prestar atención a la conversación de mi hermana, que acaba de entrar en el salón. Empiezo a escucharla y dejo de ver lo que hay en pantalla. Tengo los ojos puestos sobre ella, pero no sé qué está ocurriendo. Veo, pero no miro. Miro, pero no observo. Mis dedos se mueven solos. Se conocen cada curva, cada atajo. Saben cuándo derrapar, cuándo saltar al borde de una rampa y cuándo no adelantar. He recorrido tantas veces esas pistas que, para cuando me doy cuenta, mis manos están jugando por mí. Estoy en «la zona».

 

El equivalente a «la zona» en el cine podría ser ese estado anterior a la duermevela en que el cuerpo es curiosamente más receptivo a ciertas sensaciones. Es ese momento entre las diez y la medianoche en el que te sientas a ver algo y el volumen está demasiado alto, notas el cuerpo cansado y, paradójicamente, las voces son más claras y las imágenes, más nítidas. Soy más receptivo a una película en esos momentos anteriores al sueño. Presto, sin querer, más atención a los mensajes que esconden las composiciones de los planos y a los movimientos de cámara; a los dejes de las frases y a las sutilezas del guion. Mi cuerpo no tiene fuerzas para concentrarse y no puede mantener a raya los pensamientos desencadenados por la película. Surgen, emanan y se propagan. Es todo más ligero, más relajante y más fluido.

 

Tal vez fuera por el cansancio acumulado, acaso por las horas de sueño que me debía desde hacía tiempo o quizá por la hora que era, pero vi Call Me By Your Name en la sesión de las 21:45 y entré en «la zona». Es una película demasiado larga como para ser vista a las puertas del sueño. No es la película idónea para ver estando en «la zona», pero sí es razonable afirmar que es una película con la que se entra en «la zona». Una vez dentro, los pensamientos que desencadenó la película fueron bastante variados (no todos aptos para una entrada como esta). Algunos calaron más hondo que otros, pero sólo uno siguió volviendo una y otra vez: no podía parar de proyectarme en la presencia física de Elio Perlman. Era capaz de sentir su piel en contacto con cada objeto a su alrededor. La cinestesia evocada por la película, la «sensación general del estado del propio cuerpo», es tan tangible que abarca cada plano y, por extensión, al propio espectador. Sí, ahí está el videojuego, el medio por antonomasia para construir experiencias cinestésicas memorables, pero muy pocos de sus exponentes se acercan siquiera a lo que transmite Call Me By Your Name.


«Podía proyectarme en la presencia física de Elio Perlman, podía sentir su piel en contacto con cada objeto a su alrededor. La cinestesia evocada por la película es tan tangible que abarca cada plano y, por extensión, al propio espectador»


Aunque hace ya unos días que terminé What Remains of Edith Finch, todavía soy capaz de sentir el vértigo y la velocidad de la escena del columpio. Fueron unos segundos en los que pensé que sólo el videojuego podía hacer ese tipo de cosas de forma tan sencilla. Al cine le costaría mucho más; la pasividad del medio supondría un obstáculo considerable. Pensé, en fin, que el cine desencadena sentimientos, pero el videojuego puede, además ―o con más facilidad―, desencadenar sensaciones, percepciones de un espacio físico ficticio (estoy tal vez saliéndome de la definición de cinestesia, pero de momento, y en ausencia de un término más apropiado, me sirve). What Remains of Edith Finch es capaz de evocar sensaciones de lo más variadas: el olor del aire viciado de la casa, la textura del polvo posándose sobre los muebles, el crujir de la madera a cada paso en los pisos superiores. Evoca eso y mucho más, y lo hace realmente bien. Claro que lo tiene todo de su parte, nos tiene a los mandos, siendo Edith Finch. Con todo y pese a su naturaleza interactiva, ponerlo junto a Call Me By Your Name pone de manifiesto que a veces es más efectivo ver a alguien que ser alguien.

He mencionado el olor del aire viciado en casa de los Finch, pero no es justo tildarlo sólo de viciado. Ese olor a cerrado es reciente, y sobre él permanece uno anterior, el de la propia casa, construido a través de generaciones y que forma parte de la identidad familiar. Uno que resume la esencia de la familia y del lugar, creado a partir de los olores personales de cada una de las personas que la habitaron; aderezado en su última noche por los restos de comida china abandonados sobre la mesa de la cocina. Hago énfasis en los olores que logra evocar porque son la sensación más complicada de trasmitir y la que más es capaz de contar. Sobre todo, porque, de entre las muchas realidades sensoriales que recuerda Luca Guadagnino en su película, el olor es una de las que más me llegó en ese estado de trance. El olor de cosas no necesariamente conocidas; de sitios no necesariamente visitados.

 

Me quedo, sobre todo, con el olor de la noche. Está en la escena del baile al principio de la película, pero también cuando Elio y Marzia quedan en el río o cuando Oliver y él recorren a solas el casco antiguo de no recuerdo qué pueblo (creo que para entonces dejé de estar en «la zona» para estar más bien dormitando). El olor de la noche es uno que, parafraseando al Heráclito que cita Oliver en la película, sólo puede permanecer el mismo cuando cambia. El tema reaparece en la novela de Andrea Camilleri El olor de la noche (una de mis favoritas de entre su obra junto a El campo del alfarero y Mujeres). El título original en italiano es L’odore della notte, pero en inglés se titula de The Scent of the Night. La palabra scent viene del latín sentire, pero no deja de recordar a la acepción de esencia como líquido con fuertes aromas, que, tomándonos muchas licencias, nos lleva de vuelta a la cuestión de lo que es y lo que no es; la esencia y el cambio.

 

Camilleri lo plantea así:

 

El rato que había permanecido en el interior de la casa había sido suficiente para que el tiempo cambiara. Soplaba un frío e irascible viento, con unas ráfagas que parecían zarpazos de un animal enfurecido. Desde el mar se desplazaban hacia la tierra unas nubes grandes y preñadas. Montalbano conducía siguiendo las instrucciones del profesor Tommasino y, entretanto, aprovechaba para que éste le explicara mejor la historia.

—¿Está seguro de que fue la noche entre el treinta y uno de agosto y el uno de septiembre?

—Pongo la mano en el fuego.

—¿Y cómo puede estar tan seguro?

—Porque, cuando vi su vehículo, estaba pensando precisamente que, al día siguiente, uno de septiembre, Gargano me pagaría los intereses. Y me sorprendí.

[…]

—¿Por qué se sorprendió al ver el vehículo?

—Por muchos motivos. Para empezar, el lugar en que se encontraba. Usted también se sorprenderá cuando lleguemos allí. Se llama Punta Pizzillo. Y, además, la hora: era pasada la medianoche.

—¿Consultó el reloj?

—No tengo reloj, de día me guío por el sol; cuando está oscuro, por el olor de la noche: tengo una especie de marcador natural del tiempo insertado en el cuerpo.

—¿Ha dicho usted el olor de la noche?

 —Sí. Según la hora, la noche cambia de olor.

 

Camilleri añade entonces que «Montalbano no insistió en el tema». Sin embargo, cuando ambos personajes llegan a su destino y leemos la descripción de Punta Pizzillo, «una pequeña meseta, una especie de proa completamente desierta y exenta de árboles, con solo algún que otro matojo de sorgo o alcaparra», con «el borde de la meseta […] a unos diez metros de distancia» y, debajo, «un acantilado sobre el mar», es difícil no sentirse transportado a una calurosa noche de verano en mitad del campo siciliano. Una de finales de agosto, como la que el profesor Tommasino se dispone a recordar. Es inevitable pensar en el olor de la noche, independientemente de que hayamos visitado o no esos parajes. Se trata de una esencia que todos somos capaces de identificar y, sin embargo, sólo permanece cuando cambia.

 

No se limita todo al olor, claro. La experiencia sensorial que resumimos en el «olor de la noche» tiene que ver también con el silencio ―o su ilusión―; con el sonido de las olas rompiendo contra ese acantilado, con una noche clara y templada de finales de agosto en la que, a lo lejos, aún debe de distinguirse Vigàta al borde del Mediterráneo. Se trata también del sonido, sí, pero también del ritmo e, inevitablemente, del movimiento. Seguramente por eso es más efectivo en este caso ver a Elio en tercera persona que ser Elio recorriendo la casa. La naturalidad de sus movimientos es esencial. La lista es interminable: es la forma en que pedalea, la sencillez con que levanta la bicicleta. Es la postura que coge al tumbarse a leer, la rapidez con la que recoge sus cosas en una mochila y se la echa al hombro. Es la forma en que se apoya en la barandilla de una fuente y la tranquilidad y elegancia que rezuma al estar sentado mientras fuma y observa a Oliver bailar en la fiesta.

Los movimientos de Elio trasmiten una sensación de familiaridad, de comodidad con el entorno. Nos recuerdan que ha habitado esa casa, esas calles y esos campos cada verano desde que nació. Elio Perlman forma parte del lugar, al tiempo que todo el entorno es una extensión de su cuerpo. Se mueve por él con la naturalidad y la despreocupación de quien sabe cuánto pesa cada pomo y cuánta presión hay que ejercer en cada puerta. Son movimientos delicados, pero decididos, y son fundamentales en la experiencia sensorial ―y, por qué no, cinestésica― que evoca la película. Son movimientos que no se piensan. Son los movimientos de alguien que está en «la zona». Elio Perlman está en «la zona».

 

Call Me By Your Name alcanza a transmitir una tranquilidad poco habitual en el cine, o al menos a mí me relajó de una forma que pocas películas han logrado últimamente. Sigo pensando en el olor de la noche, que impregna todas esas esas escenas, a Elio y al propio espectador. Y aunque ya sabemos que sólo permanece cuando cambia, lo hace siguiendo un patrón, de modo que es tentador intentar definirlo. Volviendo a Camilleri:

 

Durante el camino de vuelta a Marinella tuvo que detenerse un par de veces. No conseguía conducir, estaba agotado y no sólo físicamente. La segunda vez, bajó del coche. Ya era noche cerrada. Respiró hondo. Y entonces percibió que el olor de la noche había cambiado: era un perfume fresco y ligero, un perfume de hierba tierna, de verbena y de albahaca.

 

 

NOTA: Los fragmentos de la novela están extraídos de la versión traducida por María Antonia Menini Pagès, consultados en la tercera edición, de julio de 2007, publicada por Salamandra.